Hoy tengo el segundo turno, el de la tarde. Debo prepararme para 12 horas continuas de trabajo. Admito que tuve toda la mañana para mí, pero llegué tan cansado en la madrugada que no pude despertarme hasta casi las 10, y luego el papeleo retrasado, las facturas del apartamento. Ni siquiera pude llamar a mi madre, y desde la última llamada han pasado ya 10 días. Debe estar preocupada.
Me hice médico por mi padre, y porque siempre quise hacer algo por los demás, y no sólo quedarme de brazos cruzados viendo pasar una tragedia tras otra. Y no, no es una queja, sigo convencido de mi elección, pero es tan dura…
Nací en Montería, bajando hacia el mar Caribe, en el departamento de Córdoba. Allá crecí en una casa grande, con un patio inmenso gobernado por dos árboles de mango. Un día, mientras mi padre descansaba, un vecino se derrumbó frente a la entrada, sin poder tocar la puerta, y perdió el conocimiento. Se había herido en una construcción y en el barrio, el único médico, era mi padre.
Lo entramos a la casa y papá lo atendió en una de las habitaciones. Se había caído del segundo piso de la construcción debido a un mareo por insolación. Algo terrible. Sus compañeros ya se habían ido y él era el único en el edificio, así que caminó, como pudo, las tres cuadras hasta mi casa.
Papá lo bañó, lo curó y lo alimentó, luego lo envió al hospital.
Desde ese día; embarazadas, heridos y enfermos de todo tipo tocaban a la puerta todos los días, y papá, si tenía tiempo, los atendía. Yo ponía atención a cada uno de los procedimientos, y debo decir que, a la universidad, llegué con ventaja.
Pero ni siquiera mi padre me habría preparado para lo que estamos viviendo como seres humanos, esta terrible pandemia, de la cual ha emergido otra mucho peor, la falta de empatía.
En la Unidad Hospitalaria en la que trabajo, en la ladera nororiental de Medellín, me esperan a las 2 de la tarde. Llego a la 1 por si hay alguna emergencia. Antes de bajarme del carro me tomo una pastilla para el dolor de cabeza.
Parqueo y voy hasta la entrada principal para mirar cómo van las cosas, para saber qué me espera.
Afuera del hospital tres mujeres, empapadas en lágrimas, cargan a una mujer muy adulta y desmayada, y el llanto de las tres se torna en un grito de urgencia: “abran la puerta, abran la puerta por favor que se muere mi mamá”.
El vigilante abre la reja y se aparta.
Yo corro a ayudar en lo que pueda, y casi trastabillando recuerdo el tapabocas y me lo acomodo a toda prisa. Les arrebato a la señora y yo mismo la llevo cargada hasta la entrada de urgencias. Los otros dos médicos del hospital, incluso el que está por irse a su casa, me ayudan a ponerla sobre una camilla y entre todos la llevamos a toda prisa hasta la sala de reanimación. Es un código Azul, el primero de mi turno, y eso que todavía no inicia mi horario.
La señora sufre espasmos respiratorios y nos mira desde su rostro pálido del que emerge una mirada compasiva, de despedida. Segundos después fallece en un suspiro profundo, y entonces todos sus músculos se tensan y sus ojos se cierran lívidos y lacrimosos.
“La perdimos”, dice mi compañero, sudoroso y decepcionado consigo mismo.
Vuelvo a la salida, para informar a las tres hijas de la terrible noticia, pero ellas parecen saberlo todo, pues se encuentran llorando de forma inconsolable. Todas ellas, mayores de 30 y con sus propios hijos, se sienten abandonadas en alguna dimensión extraña, inhumana, lejana a sus vivencias y desprovista del concepto de futuro.
La señora murió por COVID19, es el paciente número 25 que se nos muere a causa de la pandemia en los 10 meses que llevamos de crisis. Atendemos alrededor de 10 o 12 por día, pero la mayoría se recuperan, incluso algunos muy graves se han recuperado con el transcurrir de los días.
La señora, en cambio, no pudo salvarse. Cuando se contagió, decidió quedarse en casa por temor al ambiente del hospital y entonces se guardó en su habitación y, con remedios caseros, dio la batalla. En la mañana se sintió un poco mejor y se levantó, pero luego volvió el mareo y los dolores abdominales. Se acostó otra vez y ya no pudo volver a levantarse.
Cuando la trajeron al hospital era demasiado tarde.
Ya son las cuatro de la tarde, hace mucho calor. El compañero al que llegué a reemplazar todavía no ha podido irse. Tembloroso nos cuenta en la cocineta.
“Muchachos, hoy tenía una cita con mi novia, porque hace rato no nos vemos y está pensando en dejarme. Ya no podré llegar y ella no contesta mis mensajes. Quería casarme con ella”.
No sabemos qué decirle, así que sólo lo acompañamos en ese breve momento íntimo y, sin abrazarlo, le damos a entender que también nos duele. Pero la sala de urgencias está repleta y no podemos quedarnos allí, sujetos a lamentos tan personales.
Entonces volvemos a la batalla.
Las tres enfermeras auxiliares son como hormigas de carga, incansables. Van de un lado a otro sin detenerse, siquiera, a tomarse un vaso con agua. La enfermera jefa toma notas, ordena, advierte y tranquiliza a los pacientes.
Todo el mundo grita, ruega, hace rabietas. Muchos no se ponen el tapabocas como debe ser, y vaya a saber uno si tienen limpias las mano o no, pero nosotros, los médicos, no podemos atorarnos en esas inquietudes, tenemos que actuar contra el reloj, porque hay que salvar vidas.
Los que están afuera esperan resignados las noticias sobre los que están adentro. La sala de urgencias se queda vacía por un momento y luego vuelve a llenarse, como en un acto de magia. Las camas de cuidados intensivos están repletas. Hay unos cinco pacientes con COVID y un niño venezolano que fue abusado, motivo por el cual se ha activado el código Fucsia.
En medio de ese ajetreo, en la puerta se arma otro alboroto. Otra persona adulta se encuentra agonizando y, de nuevo, activamos el código Azul y todos corremos en su auxilio. Lo ingresamos a la sala de reanimación, donde nuestras armas son un desfibrilador con sensor y un monitor auxiliar con oxímetro. También tenemos un tanque de oxígeno por si hace falta. La sala es fría y lúgubre.
Cuatro personas nos encargamos del señor mientras sus familiares se pelean con dos de las enfermeras y el vigilante en la sala de urgencias.
“Queremos entrar, no lo vamos a dejar matar. No pueden matar al papito, queremos ver”, dicen los familiares luchando con uñas y dientes por meterse a la sala de reanimación. La policía tiene que intervenir para calmar las cosas, y otro de los médicos sale a explicar el procedimiento y a contar que todo va bien.
Alrededor la gente llora o meten la cabeza entre las manos. A una de las enfermeras, en el ardor de la lucha, le han robado su oxímetro personal, un pequeño aparato que es indispensable para detectar el COVID, y que cuesta en el mercado entre 100 y 120 mil pesos. La otra enfermera no puede ocultar su frustración y se derrumba a llorar frente a los pacientes. El médico la recoge y la lleva a la cocineta para calmarla.
Bueno, en realidad, desde septiembre de 2020 ya no hay cocineta, porque esa parte del hospital también la habilitamos como zona de cuidados intensivos, pero seguimos diciéndole así, por costumbre.
Los familiares también se meten allí, para cuidar a sus enfermos, y a veces ni siquiera se retiran dos metros de ellos o se ponen bien el tapabocas. Es como si no creyeran en nada de lo que sucede, es como si las continuas muertes no fueran prueba suficiente de la tragedia.
El COVID nos tiene al personal de salud con los pelos de punta. Trabajamos hasta 12 y 14 horas seguidas y algunos no vemos a nuestras familias en meses, por el obvio miedo a contagiarlos.
Muchos nos hemos enfermado con el virus, pero hemos logrado sobrevivir. Eso sí, padecemos estrés, depresión e incluso síndrome del “quemado”, o burnout, que es, básicamente, un agotamiento en todos los niveles: físico, mental y emocional.
A los pacientes de COVID que atendemos diariamente los clasificamos por triaje. El triaje 1 es de color rojo, y significa que el paciente está muy grave y debe ser atendido, al menos, en 15 minutos. El triaje 2, un rojo de menor intensidad, es para pacientes medianamente graves, que deben ser atendidos, en lo posible, en 30 o 60 minutos. Los de triaje 3: amarillo, y cuatro: verde, pueden esperar en urgencias hasta cuatro y cinco horas.
El señor de la sala de reanimación empieza a mejorarse cerca de las 6 de la tarde y entonces lo pasamos a cuidados intensivos.
Todos nos miramos con satisfacción y recobramos el ánimo para lo que sigue. Ya no sé cuántas veces me he lavado las manos con agua y alcohol, pero creo que uno de estos días me quedaré sin huellas dactilares.
Los tapabocas los cambiamos unas cuatro o cinco veces por turno, o incluso más. También nos cambiamos los pijamas, los gorros, los guantes. Tenemos muchas precauciones, pero la mayoría de las personas que atendemos no hacen lo mismo, entonces todo el tiempo estamos en riesgo.
A veces, para estar centrado y calmarme, pienso que soy mi padre y que estoy en la casa de Montería, y que todas esas personas son vecinos queridos y necesitados de ayuda. Recuerdo mucho a mi papá, y ahora más que está muerto, pues como dicen por ahí, “los médicos también se mueren”, y él se murió, contagiado de COVID el año pasado.
Afuera lloran, esperan. Adentro lloran, gritan, se desesperan. Los pacientes de COVID tienen prioridad, pero hay otros con males igualmente graves, como quemaduras, heridas por arma de fuego, abuso sexual o golpes por violencia intrafamiliar.
A veces, los vigilantes tienen que abandonar sus puestos y ayudar con una camilla, o con una señora que acaba de desmayarse. Para colmo, el hospital está enfocado en la maternidad, y el segundo piso está repleto de madres gestantes. No hay mucho espacio para tanto enfermo, entonces es necesario improvisar. Robarse un pedacito de corredor, otro tantito de la cocineta, un pedacito de maternidad.
Los médicos no sólo somos médicos, también debemos hacer registros y papeleo en el sistema; acomodamos muebles, respondemos llamadas. En días pasados, mientras atendíamos a un paciente al borde de la muerte, otro, con COVID murió en la sala de cuidados intensivos, frente a los demás enfermos que tuvieron que presenciar como se llevaban el cuerpo para envolverlo en bolsas y entregarlo a la funeraria para la urgente cremación.
Tras la muerte desinfectamos la cama, cambiamos sábanas y almohadas y de nuevo se pone allí otro enfermo, otro que tendrá que luchar, con todas sus fuerzas, contra la muerte.
Yo sigo pensando en mi padre, y también en mi madre, tan sola, y yo sin poder hablar con ella en más de diez días.
En el hospital, médicos y enfermeras somos como robots, como si no tuviéramos pasado, historia, corazón. Nadie se preocupa por nosotros, por nuestros dolores. Vamos de un lado a otro entregando pastillas, recetas, inyecciones. Todo eso sin psicólogos, a veces con malos tratos y con el temor del despido de nuestro cargo, o del contagio.
“Son los tiempos”, diría mi sabio padre. Y vaya tiempos.
Cuando podemos irnos a casa lo dudamos durante varios minutos. Miramos las caras de nuestros compañeros y a punto estamos de devolvernos, pero entonces llega el médico jefe y nos empuja para la calle. “Andá descansá, ya es hora, descansá para que volvás con ánimos y fuerzas”.
Pero ¿quién descansa con la familia lejos y con tantos pacientes muriendo? Ni siquiera cerrando los ojos logro la paz, pues hasta el los sueños veo la imagen de mi padre, o la de mi madre, o la de la señora que no pudimos salvar.
Los humanos somos tan frágiles. La vida se nos puede ir en un solo instante, y jamás la valoramos como deberíamos.