Sobre las paredes de uno de los cuartos más alejados y umbríos, donde el olor a alcohol se sumerge en la densa y sempiterna humedad del inquilinato, cuelgan cacerolas, cucharones y ollas de lata que dan la sensación de estar expuestas allí intencionalmente, simulando un irónico objet trouvé.
Sobre una mesa metálica que hace las veces de “pollo” de cocina, descansan platos y vasos recién usados que esparcen un tenue olor a aguapanela y quesito. La hora de la cena acaba de pasar y ahora todos los inquilinos de la casa azul, descansan sobre el frío suelo a la espera de que se apaguen las luces para irse a dormir.
Seis personas comparten un cuarto de dos metros de ancho por tres de largo. En la habitación contigua vive una familia Emberá, repleta de niñas y niños, de esos que intercambian su dignidad por limosnas en Junín o Carabobo, bailando estrafalarios ritmos musicales que atraen las sonrisas inquietas de los transeúntes.
En otra pieza viven recicladores y, en otra más, viajeros venezolanos que aseguran que pronto se irán para Brasil, a ganar dinero como guías turísticos en Manaos.
La casa azul es grande y antigua. Tiene diez cuartos arrendados, por unos pocos pesos, a personas sin mayor sustento económico, que sólo van de paso o que no saben qué hacer con sus vidas. En las noches se escuchan sollozos de niños, ronquidos de adultos y oraciones de señoras que ruegan que la suerte les mejore, que el duro camino de la vida se aplane y se colme de árboles que les den sombra y sosiego.
Allá donde queda la casa, en Niquitao, hay al menos otros cuarenta inquilinatos, donde las tragedias se mezclan con las esperanzas. Algunos de esos inquilinatos son monitoreados por la Personería, la Secretaría de Salud, el Isvimed y la Secretaría de Inclusión Social, Familia y Derechos Humanos. Incluso existe una política pública de inquilinatos, implementada durante la alcaldía de Federico Gutiérrez.
Existe, también, un censo que habla de 800 inquilinatos en Medellín, quizás haya más, pues todos los días son más los ciudadanos y los inmigrantes necesitados de techo, y a su vez, cada vez son menos los techos.
Algunos inescrupulosos malhechores se aprovechan de esa necesidad y rentan verdaderas pocilgas donde escasean la ventilación, la iluminación y la salubridad. Sin embargo, la mayoría están en buenas condiciones y garantizan un mínimo de dignidad a los arrendatarios.
Esas garantías, este año, se han visto reducidas por efectos de la pandemia. Los que arriendan tuvieron que acordar rebajas y formas de pago con los inquilinos, quienes, al no poder trabajar o salir de rebusque, no podían costear las noches ni la comida, pero debían quedarse allí, encerrados, para cumplir con la cuarentena y las restricciones de movilidad.
Para ninguna de esas personas que habitan los inquilinatos ha sido fácil convivir en medio de una pandemia. Se las arreglaron turnándose el acceso a la cocina y a los baños, llevando cada quien su alcohol y su jabón desinfectante, y portando el tapabocas el mayor tiempo posible.
El problema de la comida y el acceso a internet lo resolvieron, en algunos sitios, con trueques. Una artesanía por una bolsa de leche o un paquete de cigarrillos por una libra de arroz. Los sancochos comunitarios los fines de semana y la lista de necesidades infantiles y femeninas en los días de pico y cédula. Todos aportaron para sostener la convivencia, para no romper la armonía. Tal cual, como en la cárcel, porque los inquilinatos, de Niquitao, Aranjuez o Prado Centro, parecen cárceles donde los presos izan sus ropas ajadas como si fueran banderas de rendición. Y esas prendas ondean en puertas y ventanas fortalecidas con rejas impenetrables que dan la impresión de que, los que están adentro, son peligrosos.
Pero la mayoría de personas que usan los inquilinatos como vivienda permanente o pasajera, no son más que ciudadanos con menos condiciones económicas que los demás, pero también con la suficiente valentía para seguir luchando, a la espera de que en sus vidas salga el sol y les ilumine el camino hacia un mañana mejor.