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A nosotros, los que hoy tenemos más de 50 años nos queda muy fácil enumerar lo que nos ha unido en Medellín, y nos queda fácil porque lo hemos vivido. Porque tenemos en nuestro ser la experiencia de convivir con valores como solidaridad, confianza, empatía, amor, tolerancia, gratitud. Desde pequeños los vivíamos a diario sin saber muy bien que eran valores y que se necesitaban para la vida en común. En Medellín, también nos unía el orgullo por la belleza de las montañas, por el clima “perfecto”, por la infraestructura que veíamos crecer y por la limpieza de toda la ciudad. Tal vez haga parte de lo más profundo de la cultura que fuimos construyendo, el gran amor por la familia, la madre, la casa propia y el trabajo. Sin embargo, con prisa y desmesura, la ambición por la riqueza modificó la vida para todos haciendo que la ciudad pasara a ser, en poco tiempo, un territorio que le hizo culto al dinero fácil, a la exhibición de poder, a la falsa idea de que el progreso consistía en ganar dinero por cualquier medio y a cualquier costo. Se cambió el valor de la vida por la intensidad de la vida. Se destruyeron vidas, familias, empresas, y fuimos quedando todos manchados de sangre, coca y muerte. Con el narcotráfico emergieron todas las formas de violencia que hicieron metástasis en otras regiones y en el país. Nuestro pequeño y parroquial mundo cambió y sus prioridades, también.

Pese a todo esto y en medio del miedo, surgieron grupos, líderes, asociaciones, oenegés, entre otros, dispuestos a trabajar en la recuperación del tejido social de la ciudad, en la prevención de la drogadicción y la violencia, en el mejoramiento de la convivencia, en la educación en valores. Se unieron la empresa privada, la academia y muchas voluntades sumadas para que niños, niñas, adolescentes, personas en situación de discapacidad y población vulnerable pudieran tener un mejor presente con garantías para sus derechos y un mejor futuro, productivo, transformador y de esperanza.

Creo que no hay que mirar al pasado con nostalgia, pero sí con la comprensión de las fracturas que tuvimos y que permearon todas las esferas sociales. Hay que revisar lo vivido para entender los cambios generacionales, las resistencias, los nuevos valores, la diversidad que nos caracteriza y que nos hace más capaces de progreso, la oportunidad de autorreflexión y crítica que nos dio la pandemia que ya estamos dejando atrás, todo aquello que nos trajo hasta acá y que nos hace ser como somos.

Tal vez no sea necesario recuperar los valores de antes, sino unir esfuerzos, saberes y generaciones para construir experiencias de convivencia, confianza, solidaridad, cuidado mutuo, tolerancia, gratitud y amor. Recuperar, eso sí, las ganas de hacernos cargo de un futuro que responda a las exigencias y retos de los seres del siglo XXI y que tenga a la vida como centro de nuestras relaciones.

“Y como huir cuando no quedan islas para naufragar”. Joaquín Sabina

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