Fue una sorpresa para muchos, y sigue siendo una novedad actualmente, ver pasar por los pasillos del Concejo a esa esbelta y joven mujer de pelo rubio, mirada cálida y dientes perfectamente uniformes y blancos.
Sí, Alejandra es una mujer responsable, inteligente, atractiva. También es recatada en el trato con los demás, y muy alegre cuando las circunstancias lo permiten, circunstancias que en su pasado eran otras, unas que no le arrancaban tantas sonrisas como ahora. Y es que ella, que siempre se ha sabido mujer, alguna vez fue hombre, a la luz de la ciencia y la religiosidad de sus seres queridos, por lo que su identidad se convirtió en batalla, una por encajar dentro de una sociedad que se aterra ante lo diferente, y que la llevó a la calle siendo todavía una niña.El problema de Alejandra no es que quisiera ser mujer, sino que sabía que lo era, pero no entendía por qué tenía un cuerpo masculino. Quiso compartir sus inquietudes con sus padres y demás familiares, pero se contuvo por miedo al rechazo, al desamor, al abandono.
Pese a todo, su feminidad la desbordaba. Era una fuerza irrefrenable que se expresaba en su voz, en su forma de caminar y en sus pequeños rituales de vanidad. Se polveaba el rostro, se
maquillaba tenuemente y caminaba con delicadeza. Tenía once años de edad cuando su voz
verdadera comenzó a fluir, y ese fluir se hizo ancho como un río. “Todo empezó cuando nacieron mis hermanos. Yo empecé a sentir que perdía el amor de mis padres. A veces me acercaba a mi madre, para un abrazo, y me rechazaba, me decía que estaba cansada, pero a mis hermanos sí los abrazaba. Eso me causaba tristeza”, cuenta Alejandra recordando su reciente niñez, pues apenas tiene veintiún años de edad.
Esa tristeza se le transformó en depresión crónica, en rabia contenida que, como una tubería en mal estado, dejaba filtrar gotas de ira de cuando en cuando y en lo momentos más inoportunos. Uno de esos momentos ocurrió en Bucaramanga, en la casa que su padre compartía con su novia y su suegra, después de haberse separado. “Tenía un recipiente de polvo para el rostro y lo dejé en la casa. Cuando terminaron las clases en el colegio y quería retocarme, recordé que lo había dejado, entonces volví a casa y lo busqué, pero no estaba. Mi padre lo había tomado y se lo había regalado a la hermana de su mujer. Me dio rabia y tuve un conflicto con él”, narra la joven.
La discusión escaló a los insultos y hubo necesidad de que los demás habitantes de la casa
intervinieran para sofocar los ánimos. “Desde ese momento la relación se dañó. Ya no nos llevábamos bien. Y es que cuando le reclamé por el polvo compacto, me dijo que para qué lo quería, que qué hacía con eso si yo era hombre, que no lo necesitaba. Que si quería ser mujer que entonces él me compraba un vestido y una peluca y me sacaba a la calle, para que viera cómo era. Yo le insistí que era mi decisión, que el maquillaje era mío y él no tenía por qué decidir sobre mis cosas”, expresa Alejandra sin dejar de mover sus manos, ya que contar su propia historia la pone nerviosa.
Los padres de Alejandra Maya Restrepo, Yesenia y Camilo, descubrieron que el amor que los unía no era tan profundo y decidieron romper la relación de mutuo acuerdo, tomando cada quien su propio camino. Alejandra se fue a vivir con su padre a Bucaramanga, quien rápidamente encontró un nuevo amor, mientras que sus dos hermanos pequeños: Yuliana y Estiven, se quedaron en Medellín con la mamá. Esa situación hizo que la niña no tuviera la suficiente confianza para decir lo que sentía, lo que pasaba con su cuerpo, con su mente. Dejó que todo siguiera su camino con naturalidad, aunque acumulando amarguras en su corazón.
Asumió su orientación sexual sola, sin decirle a nadie, pero sin ocultar su naturaleza. Empezó a ser protagonista de chismes, de murmullos, de chistes flojos y, más temprano que tarde, amigos, vecinos y algunos familiares comenzaron a sospechar de su inclinación.
“En el colegio de Bucaramanga, el José Celestino Mutis, sí había compañeros que me miraban raro y me decían cosas malucas, pero debo aclarar que nunca sufrí bullying por eso. Además, había otros compañeros que eran homosexuales, entonces no fue tan difícil ser como era, como soy”, cuenta Alejandra, nacida el 28 de marzo de 1999.
Tras el episodio del maquillaje, más una que otra decepción, tomó la decisión de escaparse para Medellín. Tenía doce años de edad cuando planeó su fuga.
“Pensé en esperar que fuera de noche, para aprovechar que todos estuvieran durmiendo. Luego pensé en empacar y salir a la calle, tomar un taxi e irme para Medellín. Como no tenía plata, pensé en escaparme también del taxista”, recuerda la joven, quien finalmente no llevó a cabo dichas elucubraciones.
Pero con el transcurrir de los días la distancia con su padre se hizo más amplia y también las fisuras con su nueva familia, una que ella no había escogido. Camilo había tenido un nuevo hijo y en él depositaba todo su amor, relegando a Alejandra al terreno de la indiferencia, pese a que ella también era una niña urgida de afecto.
Así las cosas, Alejandra se aferró a su idea de volver a Medellín, y más cuando su padre se fue y la dejó sola con su madrastra. La niña buscó a su abuela materna, Nubia, y se desahogó. No sólo le contó sus problemas, sino que también le confesó que le gustaban los hombres y que, aunque tenía cuerpo masculino, se sentía mujer.
Nubia, aunque fue compresiva, instó a Alejandra a dejar a un lado esas inclinaciones, como si estas fueran un capricho, como si se tratara de una novedad juvenil. Le explicó todo sobre los pecados y los designios de Dios, y le insistió en que debía refugiarse en la biblia. “Mi abuela no entendía mi problema, pero yo tampoco iba a claudicar. Es como si dos almas
estuvieran luchando por un cuerpo. Yo me preguntaba por qué siento esto, por qué si me siento de esta forma, si me siento mujer, por qué tengo este cuerpo de hombre. Así que no insistí con ella y me fui para Medellín, para donde mi mamá”, cuenta.
Llegó a vivir en el barrio París, entre Bello y Medellín. Su hermana Yuliana ya se había
independizado y su madre vivía con Estiven y con la abuela Lupe. Alejandra tampoco fue bien acogida en esa familia, pero se las arregló para adaptarse.
En ese barrio conoció a un vecino de su misma edad que la inició en las drogas alucinógenas.
Luego conoció a otras personas de la comunidad LGBTI, quienes la llevaron a fiestas y le
presentaron nuevos amigos. Alejandra comenzó a ausentarse del hogar, a cubrir los rastros de su adicción, a mentir sobre sus paraderos y sus actos. Entre tanto, su familia poca atención le prestaba y la depresión de la joven se agudizó.
Un día, una amiga lesbiana de su hermana descubrió que era gay y se lo contó a Yuliana, quien la confrontó. No fue dura con ella, pues ya se lo esperaba. “Yo creo que todos en la casa sabemos, pero nunca hemos querido aceptarlo”, dijo Yuliana en esa ocasión.
Sin embargo, la divulgación de su identidad sexual alertó a Alejandra, quien por temor al “qué dirán” de su familia, prefirió irse a vivir en la calle. “Conocí a una travesti y con ella me fui para el Parque Bolívar, en el centro, y dormí en una acera la primera noche. Pensé que nunca iba a regresar a la vida en familia”, expresa Alejandra.
La calle le mostró su cara más dura a Alejandra. Le mostró el mundo del abuso, de las drogas en exceso y de la prostitución. Vivió momentos de angustia, de hambre, de sentir que su vida podía perderse sobre una fría alcantarilla.
Tuvo que defenderse, venderse, para sobrevivir hasta la mañana siguiente. Los sufrimientos
siempre la sorprendían sola, pero siempre tuvo la fuerza para soportarlos. Muy adentro, en el fondo de su alma, palpitaba una luz, una pequeña hoguera que terminaría salvándole la vida. “No quería esa vida. No quería estar en riesgo siempre, sometida a la crueldad de la gente, de gente mala. Aunque había tocado fondo, tenía la voluntad de volver a levantarme, de reconstruir mi vida”, dice Alejandra, quien siendo todavía menor de edad conoció los programas de resocialización de la Secretaría de Inclusión Social de la Alcaldía de Medellín, que en ese tiempo dirigía Luis Bernardo Vélez.
Como un sediento que ve agua por primera vez en días, Alejandra se acogió a ese salvavidas sin pensarlo dos veces y, poco a poco, fue recuperando su vida y su familia. Se sometió a procesos de desintoxicación, aprendió a convivir e incluso adelantó estudios de primaria y bachillerato. Dejó atrás la calle y encontró la redención que tanto había anhelado desde que estaba pequeña.
“Yo pasé por momentos muy duros, y todo porque me sentí sola, incomprendida por mi propia familia. Sin embargo, hoy me llevo muy bien con todos ellos, con mis padres y con mis hermanos, y he sabido salir adelante”, expresa quien hoy día es secretaría de Luis Bernardo Vélez, presidente del Concejo de Medellín. “Él fue como un ángel, y uno no se aleja de los ángeles. Él me ayudó a salir del abismo en el que me metí”, asegura.
Un asunto complicado Cada 11 de octubre el mundo celebra el Día Internacional para Salir del Clóset, festividad que busca fomentar la visibilidad de los miembros de la comunidad LGBTI, y que fue establecida en Washington, Estados Unidos, en 1988, cuando se llevó a cabo una marcha gigante por la igualdad de derechos para gais y lesbianas, a la que acudieron cientos de miles de personas.
No es cosa fácil reconocer una orientación sexual diferente, y menos cuando se crece en una
familia conservadora y católica. El rechazo es el principal miedo de quienes dar un paso hacia adelante. No fue fácil antes y no es fácil ahora, pese a que los tiempos han cambiado y,
supuestamente, hay más aceptación y tolerancia a lo diferente. Sin embargo, todavía hay países que penalizan la homosexualidad, como Nigeria o Bangladesh, y otros donde hay una creciente resistencia a la comunidad LGBTI. En Colombia la lucha por los derechos de los gais, lesbianas, transexuales, transgénero, intersexuales o bisexuales, tiene varios capítulos. Antes de la Constitución del 91, por ejemplo, existía el famosos Capítulo IV del Código Penal de 1936, De los abusos deshonestos, Artículo 323, que decía: “El que ejecute sobre el cuerpo de una persona mayor de diez y seis años un acto erótico-sexual, diverso del acceso carnal, (…) estará sujeto a la pena de seis meses a dos años de prisión. En la misma sanción incurrirán los que consumen el acceso carnal homosexual, cualquiera que sea su edad” En realidad, esa penalización fue pocas veces tenida en cuenta por la dificultad social que representaba, pues muchos de los hombres que eran homosexuales y muchas mujeres que eran lesbianas, pertenecían a familias pudientes, a la “alta sociedad”.
Sólo hasta 1991, con la reforma que se le hizo a la Constitución Política de Colombia, se hizo
explícito que la homosexualidad ya no era un delito por medio de estos dos artículos:
Artículo 13. Todas las personas nacen libres e iguales ante la ley, recibirán la misma protección y trato de las autoridades y gozarán de los mismos derechos, libertades y oportunidades sin ninguna discriminación por razones de sexo, raza, origen nacional o familiar, lengua, religión, opinión política o filosófica.
Artículo 16. Todas las personas tienen derecho al libre desarrollo de su personalidad sin más
limitaciones que las que imponen los derechos de los demás y el orden jurídico.
Esto significa que la sociedad colombiana pasó, en materia de derechos, de estar compuesta por personas heterosexuales (normales) y el resto (depravados, enfermos, abusadores, delincuentes) a personas heterosexuales y homosexuales sin que por ello tuviera que mediar una ley que los distinguiera o castigara.
Si se tiene en cuenta que la Constitución cumple hasta ahora 29 años, el balance es positivo. En estas tres décadas la población LGBTI ha librado batallas importantes y por lo tanto ha ganado terreno que hasta hace poco parecía muy lejano. Ahora, por lo menos, gozan de los mismos derechos que los heterosexuales en materia de patrimonio, salud y pensión, y eso es un paso gigantesco en un país abiertamente católico y con una población creciente de evangélicos, pese a que la Constitución describe nuestro Estado como laico.
La familia de Alejandra Maya Restrepo también practica el catolicismo, aunque no de la forma tradicional antioqueña con rezos del Rosario y los “Mil Jesuses”. Pero sí guardan los principios que están intrínsecos en los diez mandamientos y los pasajes más autoritarios de la biblia. En la biblia siempre han encontrado respuestas para todo, pero jamás encontraron la forma de hacer feliz a la niña que era Alejandra, quien clamaba, desde lo más profundo de su alma, ser amada y escuchada para poder ser quien era, una mujer, una dulce y alegre mujer.
Por: Mauricio López
(Columnista invitado)