El costurero aparece, en el letrero, con el nombre de Paulina Vásquez Molina*, pero, en realidad, es de Luz María Molina de Vásquez*, la mamá, una señora cercana a los 65 años de edad, oriunda de Salgar, Suroeste antioqueño, y quien aprendió todo lo que sabe en la vida gracias a un pedazo de carbón, con el que dibujaba números, letras y hasta vestidos en el piso de su casa pueblerina.
Aprendió a coser a muy temprana edad, para ayudarle a Rosalba*, la mamá, en ese maravilloso oficio. Hacían o reparaban la ropa de los personajes más importantes del pueblo, hasta que un día, Luz María, decidió mudarse a la gran ciudad, a Medellín.
Vive desde hace más de 30 años en el barrio Florencia, centro occidente de Medellín. Allí comparte su hogar con su hija Sara*, quien padece de leucemia; con sus nietas Camila, Juana y Susana*, y un nieto que se llama Camilo*, que ya es mayor y le ayuda con las necesidades de la casa.
Paulina es vecina y vive con su esposo y su hijo.
El costurero tiene su sede en La Floresta*, desde hace once años. En julio de 2021, si es que la pandemia lo permite, cumplirán 12. Pero, como van las cosas, posiblemente cierren, definitivamente, en diciembre.
“No hemos podido levantarnos. El encierro fue un golpe muy duro para nosotras, como microempresarias, y aunque con un permiso especial nos permitieron abrir en mayo, todavía estamos atrasadas en tres meses de arriendo y debemos dos meses de servicios públicos”, cuenta Paulina, quien siempre se mantuvo al lado de Luz María, aprendiendo confección, culinaria y muchas más cosas.
“Mi mamá es una de esas sabias que ya no abundan, una de esas personas empíricas que todo lo aprendió observando y practicando, la admiro mucho”, dice la joven.
Si la situación económica no mejora, la familia Vásquez Molina se dedicará, por la fuerza de las circunstancias, a la venta de comida a domicilio. Son hábiles para hacer rollos de carne, tortas y demás manjares con recetas antioqueñas. Atrás quedarán, para siempre, los bordados, las costuras, y las hechuras de vestidos, fundas de cojines, manteles y hasta zapatos de tela.
“Los clientes no han vuelto como lo hacían antes. Las cosas han empeorado y nadie tiene plata. El año pasado, por ejemplo, nos hicimos muy buena plata en Halloween, celebración en la que hicimos más de diez disfraces, todos complicados y costosos, pero este año no hubo día de brujitos y tuvimos que cerrar. Así es muy difícil, si llegan más encierros, tendremos que abandonar este sueño”, dice Luz María a punto de llorar.
El costurero de Paulina es uno de los negocios más tradicionales del sector. Debido a la pandemia, ahora sólo trabajan Paulina y la mamá, pues otras tres señoras que las acompañaban tuvieron que ser despedidas, a causa de las deudas.
La única esperanza que las ha mantenido motivadas fue la fiesta de graduación de Camila, la hija de Sara, quien hace poco alcanzó el título de psicóloga. Entonces aparecieron los clientes, quienes donaron el vestido, la comida y algunos regalos. Los vecinos de la familia, por su parte, donaron la decoración. La niña pasó una linda tarde y, la familia, pudo olvidar las penas por un breve instante.
“Ese día no hubo pandemia, sólo hubo hermandad, solidaridad y alegría”, cuenta Luz María, todavía con ganas de llorar.
Por Mauricio López Rueda
*Esta es una historia basada en hechos de la vida real. Los nombres y datos han sido cambiados para proteger la identidad e integridad de los entrevistados.