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Día de las Madres

Hay madres amorosas y abnegadas como la Eugenia Grandet que narra Balzac en su prodigiosa descripción de la comedia humana, y otras tan meticulosas como Agazokleya Kusminischna Kirnasova, la “madrecita comandanta” que Turgueniev pinta en su famosa novela Padres e Hijos.

Sí, las madres son tan diversas y geniales, que inagotables pilas de libros se han escrito sobre ellas. Nos hemos traumado con la Yocasta de Sófocles y hemos llorado al lado de Pilar Quintana en su cuento Optimus Prime es un submarino.

Hemos aprendido de la mano de la Anna Wulf de Doris Lessing, y nos hemos enternecido con la Clotilde de La mujer pobre de Leon Bloy.

Y es que las madres pueden ser tan hiperbólicas como Úrsula Iguarán, la matrona de Cien años de soledad, al igual que alegóricas, como la Pelalgia de Gorki en esa novela cuyo título ya hace que uno derrame lágrimas: La madre.

También pueden ser autoritarias e intransigentes la Bernarda Alba de Federico García Lorca o la Amanda Wingfield que inventó Tenesse Williams para su obra El Zoo de cristal.

Sin embargo, al final de cada renglón, o mejor, del último renglón de cada historia, real o ficticia, las madres siempre serán eso: madres, categoría que no las desliga de otras subjunciones y verbos, porque además las madres, aunque a veces nos resistamos a aceptarlo, también son seres humanos, repletos de complejidades.

Las madres siempre han sido sinónimo de valor, de abnegación y, sobre todo, de amor, pero ellas alguna vez también fueron hijas, o hijos, porque hay hombres, sobre todo en estos tiempos, que hacen el papel de madres, y viceversa: madres que cumplen el papel de padres.

Hay que amarlas en todo caso, a todas las madres, sean estas aleccionadoras como la de Rin Rin Renacuajo, o bellamente insoportables como la Patty Berglund de Jonathan Franzen.

Porque no podemos negar que son las madres el inicio de todo, ese terreno fértil donde todos hemos sembrado nuestros sueños y esperanzas. Y ellas, tan dadivosas hasta el final de sus días, riegan cada rama de nuestras ilusiones a pesar de lo viejos que nos veamos y de que ya sea hora que nosotros mismos tomemos y llenemos la regadera.

“Todo lo que soy, o espero ser, se lo debo a la angelical solicitud de mi madre”, escribió alguna vez Abraham Lincoln, presidente de Estados Unidos, y desde más profundo se expresó Alejandro Dumas cuando dijo: “as madres perdonan siempre: a eso vinieron al mundo”.

En Colombia, donde somos unos 48 millones de habitantes, hay alrededor de 12 millones de hogares, según cifras recientes del DANE, y en cada uno de esos hogares, sin lugar a dudas, existe una madre, una que se levanta temprano para preparar el desayuno, o se acuesta tarde porque les lee cuentos a sus hijos.

Hay madres sin hijos e hijos sin madres; y hermanas que se tornan madres de sus hermanos; y tías y abuelas que llenan ese vacío en los niños, a quienes más que el juego o la leche, siempre les hace falta una madre.

En estos tiempos de pandemia y encierro, qué mejor que volver al seno de la madre, y abrazarse a ella con fuerza, pero también con ternura, entender ese importante papel que cumplen dentro de la sociedad, y desde esa comprensión ayudarlas, respetarlas y mimarlas.

Las madres simbolizan el universo. Ellas son creación y fortaleza en la muerte. Nos levantan, nos explican, nos recrean y nos moldean para que podamos ir avanzando por el camino de la vida.

Algunas de ellas se van prematuramente del mundo físico, pero permanecen vigilantes desde el espiritual. Algunas, en cambio, se van después que los hijos, y se quedan hasta los minutos finales de sus existencias cuidando ese cofre de los recuerdos que son nuestros andares por la vida.

Las madres abundan, pero a veces pareciera que no las vemos, que son invisibles. Y sólo cuando llegan las tormentas, esas que arrugan los corazones y ablandan las piernas, es que volvemos a ellas, a sus brazos, para pedirles consejos y para suplicar redención.

Es triste que sólo en estas fechas especiales nos acordemos de ellas, cuando ellas se acuerdan de nosotros todos los días.

Como decía Alfred de Musset, “quién ama a su madre, jamás será perverso”.

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